Por Ana Pollán
Publicado en Tribuna Feminista
13/03/22
El primer libro feminista que cayó en mis manos fue Las olvidadas de Ángeles Caso, hace unos doce o trece años. En él venía recuperada la vida, obra y méritos de unas cuantas mujeres que pese a ser brillantes en sus disciplinas, habían sido fulminadas de la historia por ser mujeres. Así me di cuenta, con 15 años, de que hombres y mujeres no éramos iguales porque la injusticia patriarcal así lo imponía. Desde entonces, advertí que apenas podía nombrar filósofas, escritoras, pintoras, poetas, ensayistas, científicas, escultoras, dramaturgas, médicas o biólogas importantes porque no conocía a ninguna, de no tratarse de nombres excepcionales.
Entonces me explicaron que, como rezaba el título del libro, no es que no existieran, sino que habían sido borradas de la historia y que si, en todo caso, eran excepciones, no se debía a que ellas como yo, perteneciesen al sexo incapaz, sino al sexo sometido. Desde el sometimiento es difícil crear, inventar, descubrir, pero, aun así, las mujeres lo han hecho desafiando una normativa patriarcal que, de no haber sido contradicha por ellas, seguiríamos en los márgenes de la historia y encadenadas en nuestras casas y a lo que un tutor, marido, padre o hermano, dispusiera sobre nosotras.
Hoy en día, después de décadas de trabajo genealógico feminista, son miles los nombres borrados de las mujeres que se han reescrito con tinta indeleble para que permanezcan subrayados en el lugar que les pertenecen, sin que puedan borrarse nunca más. El feminismo ha sido el primero en ejercitar la memoria histórica y hoy ya es difícil no poder encontrar a mujeres, aunque sean pocas en cualquier disciplina y, con más o menos esfuerzo, en cualquier siglo.
Cuando el feminismo avanza, el patriarcado reacciona y en tanto que una goma no borra lo ya indeleble, se readapta la estrategia. Del “jamás hubo mujeres destacables” al “las mujeres que decís destacables, en realidad, eran hombres”. Sin embargo, esta estrategia no es nueva. Los filósofos más misóginos, como Kant, acusaban a las mujeres intelectuales de comportarse ridículamente como varones, asegurando que las que demostraban capacidades intelectuales “bien podrían tener barba.” Muchos afirman hoy que las mujeres que han destacado por su inteligencia o valentía son, en realidad, hombres. Dicen lo mismo que Kant, pero, para ocultar su idéntica misoginia añaden, paradójicamente al final, un prefijo: eran “hombres trans”. Así se refirieron a Helena de Céspedes, mujer cirujana que, para ejercer su profesión y poder vivir su amor con su pareja, María del Caño, se travestía de varón, sin serlo ni desear serlo, sino como modo de supervivencia. Así se han referido a Elisa y Marcela, pareja de lesbianas de principios del siglo XX, que lograron casarse por la iglesia en tanto que Elisa se cortó el pelo y se vistió como un hombre. Y ahora, le ha tocado a Catalina de Erauso. Dos artistas han decidido reescribir su historia como hombre transgénero en una exposición sobre ella y, además, solicitar que la calle Catalina de Erauso en San Sebastián pase a llamarse Calle Catalina/Antonio de Erauso.
El patriarcado no soporta que las mujeres puedan construir sus propias biografías y proyectos vitales, ni que destaquen por sus capacidades artísticas, humanísticas o científicas. Tampoco aguanta que haya habido millones de mujeres que han vivido sin que los hombres hayan resultado relevantes en sus vidas y hayan construido sus relaciones, sean amorosas, profesionales o militantes, brindando sólo a otras mujeres la oportunidad de compartir dichas experiencias o, al menos, priorizándolas. Le aterra que las mujeres, aún hoy, en cualquier parte del mundo, abran un libro de historia y sepan que las mujeres han intentado escribir sus propias vidas, sin dejar que otros las escriban, con sus propias plumas y que pese a tenerlo todo en contra, lo consiguieron.
Las mujeres han pagado un precio muy caro por ser libres cuando no les estaba permitido. Muchas han soportado murmuraciones, silencio, exclusión, rechazo y otras, directamente, cárcel, palizas, violaciones, destierro, tortura y la muerte misma. Por si acaso el castigo en vida no les hubiera sido suficiente, hoy, la reacción misógina las golpea de nuevo, siglos después, y hacen de Helena de Céspedes, mujer y lesbiana, un “hombre trans”; de Catalina de Erauso, mujer militar, monja y escritora, otro “hombre trans”; y de Elisa Sánchez Loriga, esposa de Marcela Gracia Ibeas, otro “hombre trans”. De las tres últimas elegidas para ser desposeídas de su condición de mujer por osar ser libres, dos eran mujeres lesbianas. Parece escocer especialmente no sólo que las mujeres puedan ser intelectualmente brillantes, económicamente independientes y capaces de regirse y autodeterminar sus propios proyectos vitales por férreas que sean las cadenas patriarcales en los momentos y lugares donde consiguen ser y no sólo existir, sino que además algunas lo hagan prescindiendo de los hombres en el terreno sexual y amoroso, uniendo sus vidas a otras mujeres libres.
Elisa, Marcela, Elena y María fueron y se amaron, como también fue Catalina. Eleno, Antonio y Mario no son nadie, sino los vergonzosos nombres que el patriarcado impuso a las mujeres para poder ser libres,
A la misoginia de Kant añaden lesbofobia. En ningún caso tienen interés por recuperar la vida de las personas transexuales; sino de castigar a las mujeres, negándoles su condición de mujeres, por ser libres. “No estaréis, y si no queda más remedio que reconoceros que habéis estado, se os llamará hombres.”: Ese es el mandamiento de esta reacción patriarcal que vivimos. Sin embargo, Elisa, Marcela, Elena y María fueron y se amaron, como también fue Catalina. Eleno, Antonio y Mario no son nadie, sino los vergonzosos nombres que el patriarcado impuso a las mujeres para poder ser libres, aun cuando para eso necesitasen una máscara. Los nombres reales son los de Elisa, Elena y Catalina, tan indelebles ya que cualquier prefijo, sufijo, apodo o tachadura que se añada con posterioridad a sus vidas parecerá lo que es: una reescritura cutre, mera impostura misógina, de los tiempos absurdos y reaccionarios que vivimos.
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